lunes, 22 de diciembre de 2014

AVENTURAS CONGELADAS


CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
22/12/2014
Por Eva Martínez Cabañas





Esta es la gélida y emocionante historia de Shackleton y Worsley. Uno intrépido explorador, el otro experimentado capitán de barco. Si ambos hubiesen ondeado la Rolly Roger al final del mástil, podríamos haber pensado que se trataba de otra Hispaniola en busca de una congelada isla del Tesoro, pero en esta ocasión la historia es “de carne y hueso” y la realidad supera a la ficción.

En cierta ocasión un ciclista de montaña afirmó: “El cansancio que sentíamos solo se comparaba con la satisfacción de haber concluido un recorrido más de este increíble deporte del ciclomontañismo, y es cuando piensas que en verdad más vale estar en la montaña y acordarse de Dios, que estar en el templo y acordarse de la montaña”. Seguramente, el aventurero Shackleton sentía algo parecido.

Quiero presentarles a los protagonistas…

Frank Worsley nació neozelandés, hijo de obreros, y navegó en barcos de vela transoceánicos de varias empresas navieras. Con una experiencia de veintisiete años surcando los mares, acabó siendo el capitán del barco de la expedición antártica de Shackleton. Años más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, Worsley capitaneó un barco secreto de la marina británica, y fue el responsable del hundimiento de un submarino alemán. Se casó dos veces, pero no sabemos si tuvo hijos.

Ernest Henry Shackleton fue un aventurero irlandés que trabajó como tercer oficial en la Expedición Discovery, la cual batió un récord meridional a pesar de que perdió veintidós perros y sus miembros humanos padecieron ceguera de las nieves, congelación, y escorbuto. Regresó a la Antártida tres años después como líder de la Expedición Nimrod y, junto a sus compañeros, llegó al punto más al Sur pisado por el ser humano. La proeza le suposo a Shackleton el título de Sir por parte del rey Eduardo VII, y una amplia gira de conferencias y homenajes. Se casó una vez y tuvo tres hijos.

Una vez realizadas las salutaciones, comienza la aventura…

Tras acabar la carrera por la conquista del Polo Sur con la victoria de Amundsen, (parece que estoy dando los resultados deportivos) Shackleton organizó en 1914 una expedición llamada Expedición Imperial Transantártica con el objetivo de atravesar la Atlántida.

Contaba con dos barcos: el Endurance llevaría al equipo principal hasta la bahía Vahsel, y desde allí Shackleton y otros seis hombres cruzarían el continente en trineo, como Papa Noel. El barco Aurora se encargaría de transportar el equipo de apoyo hasta el estrecho de McMurdo, justo al otro lado de la Antártida. La misión de este segundo grupo consistía en crear puntos de abastecimiento (tal y como vemos en los documentales), ayudando así al grupo de Shackleton en la dura travesía polar. La expedición fue financiada por el gobierno británico y numerosas empresas privadas, ya que todos querían formar parte de la aventura. En el Endurance viajaban cincuenta y seis personas, y en el Aurora, veintiocho.

A pesar del estallido de la Primera Guerra Mundial, la expedición zarpó hacia el Norte. El Endurance era dirigido por el capitán Worsley, y el Aurora por el teniente Stenhouse. El segundo al mando del Endurance era Wild. El meteorólogo era el capitán Hussey y el doctor McIlroy estaba a la cabeza del equipo científico. Al cargo de los setenta perros estaba el veterinario Macklin, y Crean se ocupaba de los perros guía. También formaban parte de la expedición James, Hussey, Greenstreet y el biólogo Clark, así como el fotógrafo Hurley. El carpintero se llamaba McNish, y se conocen también los nombres de algunos de los perros: Shakespeare, Samson, Hercules, Smiler, Surly, Sire…

El Endurance zarpó desde las islas Georgia del Sur. Los bloques de hielo que encontraron en aquellas gélidas aguas dificultaron el ritmo de navegación, y las condiciones fueron empeorando a medida que se adentraba en el mar de Weddell, hasta que el barco quedó inmovilizado por el hielo.

Shackleton, consciente de que podían quedar atrapados hasta la primavera, ordenó abandonar el barco. El atrapado navío derivó lentamente hacia el norte en los meses siguientes: el deshielo primaveral había roto los grandes bloques de hielo. Así que hombres, provisiones y equipo fueron trasladados a campamentos en el hielo. La presión que ejercían las congeladas planchas de agua contra el casco del barco acabó por sumergirlo lenta e irremediablemente.

Durante casi dos meses, Shackleton y su equipo acamparon sobre una gran banquisa de hielo flotante a la deriva, confiando en que esta se acercase a la isla Paulet, a más de cuatrocientos kilómetros. Sabían que allí encontrarían almacenes de suministros. Después de varios intentos fallidos por alcanzar la isla a través del hielo, Shackleton decidió crear un nuevo campamento en otra banquisa. Lo llamaron Campamento Paciencia.

El bloque de hielo se hallaba a menos de cien kilómetros de la isla Paulet, pero no lograron alcanzarla. La nueva banquisa sobre la que navegaban se partió en dos, y Shackleton ordenó a su equipo embarcar en los botes salvavidas y poner rumbo a la tierra más cercana. Sí, ya sé que estáis sin respiración… Como yo…

Después de cinco angustiosos días en el agua, desembarcaron exhaustos en la isla Elefante, a más de quinientos cincuenta kilómetros del lugar donde naufragó el Endurance. Shackleton cedió sus guantes al fotógrafo, y este gesto le suposo la congelación de los dedos.

La isla Elefante era un lugar inhóspito y alejado de las rutas marítimas, por lo que Shackleton decidió que emprenderían un nuevo viaje en bote, de casi mil trescientos kilómetros. Su objetivo eran las estaciones balleneras de las islas Georgias del Sur: allí serían rescatados. Eligieron el mejor de los botes y el carpintero del barco le practicó algunas mejoras con trozos de otras barcas. Shackleton eligió cinco compañeros de travesía: Worsley, capitán del Endurance, se encargaría de la navegación; Crean, que rogó participar; los marineros Vincent y McCarthy y el carpintero McNish.

Navegaron sorteando amedrentadoras tormentas marinas que amenazaban constantemente con volcar la barca. La pericia de Worsley los llevó hasta las islas, pero vientos huracanados les impidieron llegar a tierra: los náufragos tuvieron que alejarse de la costa para evitar estrellarse contra las rocas del acantilado.

Al día siguiente consiguieron alcanzar la parte sur de la isla. Estaban exhaustos pero vivos. Tras un período de descanso, Shackleton decidió cruzar la isla caminando, por una ruta nunca antes transitada. Mientras el resto aguardaba en el punto de desembarco costero, Shackleton, Worsley y Crean anduvieron en treinta y seis horas los cincuenta y un kilómetros de terreno montañoso que los separaban de la estación ballenera.

Al alcanzar su objetivo, Shackleton envió inmediatamente un bote para recoger a los tres hombres que esperaban en la costa sur, a la vez que organizaba el rescate de los hombres de la isla Elefante, quienes llevaban aislados cuatro meses y medio. Los tres primeros intentos de ir a por ellos resultaron inútiles por culpa del deshielo que bloqueaba los accesos a la isla. Solicitó ayuda al gobierno chileno y este rescató a los veintidós hombres con un buque guardacosta de su armada. En Valparaíso, la multitud celebró el salvamento con vítores.

Pero todavía había más por hacer… el Aurora había sido arrancado de sus amarres por una tormenta y se encontraba en alta mar con dieciocho hombres a bordo. Diez habían quedado en tierra. Después de estar durante meses a la deriva, llegó a Nueva Zelanda. Shackleton, cual héroe de película, viajó para unirse al Aurora y rescatar a los diez hombres del equipo de tierra. El grupo había perdido a tres miembros.

Y así termina la historia de un rescate imposible, que sin embargo un puñado de hombres pudo contar. “Ya no quedan hombres así”, dice la gente… No es cierto. Yo conozco a uno y les cuenta sus proezas a los niños… Este artículo es para todos los aventureros que no temen a las montañas, a los abismos, a las aguas, al cielo, e incluso al espacio, pero en especial para Manuel Carpintero Manzanares, con todo mi cariño y admiración.

¿Pero qué sabemos de nuestros héroes después de vivir estas hazañas?

Cuando Shackleton regresó a Inglaterra, Europa seguía inmersa en la Primera Guerra Mundial, sin embargo nuestro aventurero sufría una afección cardiaca y era demasiado mayor para ser llamado a filas. Aún así, se ofreció voluntario para ingresar en el ejército, y pidió repetidamente que lo enviasen a Francia, a luchar en el frente. Pero como fue rechazado una y otra vez, después de acciones diplomáticas y múltiples conferencias, comenzó a organizar una última expedición polar. Sus problemas cardiacos y el exceso de alcohol le provocaron un ataque al corazón cuando recalaron en Río de Janeiro, Brasil.

El capitán Worsley falleció a los setenta y un años de edad de un cáncer de pulmón.

Descansen ambos en paz de penurias, congelaciones y desventuras, y que sigan conquistando mundos allá donde se encuentren. Gracias por sus aventuras, señores.


Fuentes: Wikipedia, Biografías y Vidas, BBC,  Historia de la Humanidad y Viajeros.com
Foto: eshackleton.com

lunes, 15 de diciembre de 2014

CIUDAD REAL CÉLEBRE: LA BATALLA DE ALARCOS


CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
15/12/2014
Por Eva Martínez Cabañas





En el siglo XII el poder de la iglesia estaba organizado en distintas órdenes militares y era equiparable a la de los reyes. Ambos estamentos se disputaban tierras y derechos hasta el punto de enfrentarse en batallas que arrasaban aldeas, y los maestres de estas órdenes religiosas actuaban como auténticos señores feudales cobrando impuestos a los vecinos de las aldeas emplazadas en sus dominios. La orden militar más poderosa de la zona era la conocida como Orden de Calatrava. No obstante, estos poderes colaboraban entre ellos cuando se trataba de hacer frente a un enemigo común: los musulmanes.

En esta época existió una aldea conocida como Pozo o Pozuelo Seco Don Gil. Se había fundado mediante las campañas de repoblación de las denominadas “tierras de nadie” de la Reconquista, un largo periodo en el que los reinos cristianos de la península ibérica fueron arrebatando territorios a los almohades. El lugar exacto donde se encontraba esta aldea hoy se llama plaza del Pilar, y está en pleno centro de Ciudad Real, donde encontramos una pequeña fuente del escultor López-Arza que hace referencia a este hecho histórico.

A muy pocos kilómetros del Pozo Seco de Don Gil, y en la margen izquierda del río Guadiana, también existía una aldea, una ermita y un castillo medievales ubicados en el cerro de Alarcos, un antiguo asentamiento ibérico de importante valor arqueológico. Sus inmediaciones fueron el campo de batalla en el que las tropas de los almohades aniquilaron prácticamente al ejército cristiano el 19 de julio de 1195.

En el año 1255, sesenta años después de la batalla de Alarcos, el rey Alfonso X el Sabio renombró la aldea del Pozo Seco de Don Gil y fundó Villa Real. Obtuvo así fieles súbditos en un emplazamiento situado en los dominios de la Orden de Calatrava. El Sabio definió el trazado de la villa y ordenó la construcción de una muralla que la rodease, con 130 torres y siete puertas. Lamentablemente de esta muralla hoy solo conservamos una pequeña muestra y la Puerta de Toledo, emblema de la ciudad. En Villareal se reubicó a los vecinos de Alarcos, y la población se asentó en grupos de cristianos, musulmanes y en una de las juderías más importantes de Castilla.

En 1420 el rey Juan II le concede a la Villa Real el título de ciudad, reconociendo así su apoyo al rey contra las órdenes militares, ya que la villa había enviado unos mil quinientos hombres armados cuando el rey se encontraba cautivo en el castillo Montalbán, situado al sur de la provincia de Toledo. Juan II otorgó a la villa el título de ciudad, un escudo con la leyenda “Muy noble, muy leal”, y el nuevo nombre: Ciudad Real. Pero esto sucedió dos siglos después de lo que ahora nos interesa…

En la batalla de Alarcos se enfrentaron las milicias cristianas del rey Alfonso VIII de Castilla y las del califa almohade Yusuf II, cuyo nombre era Abu Yagub Yusuf al-Mansur.

Dieciocho años antes Alfonso VIII había conquistado Cuenca con ayuda de Aragón, y el preocupado califa había pactado con él un periodo de paz para intentar frenar el avance castellano hacia Al-Andalus, la antigua Andalucía. En este periodo de tregua el rey castellano fue levantando un asentamiento estratégico sobre una elevación cercana al río Guadiana: el cerro de Alarcos.

En 1192, terminadas las treguas, los embajadores cristianos enviados por Alfonso VIII a la corte de Yusuf II propusieron unas condiciones de renovación bastante duras, ya que el rey pensaba que el califa tendría que ocuparse de una revuelta en la actual Trípoli y no les plantaría batalla.

El crecido monarca se entrevistó entonces en Toledo con el rey de León para definir su cooperación en la siguiente campaña bélica. El monarca navarro también concertó su ayuda, y los apoyos de la iglesia llegaron de la mano del papa Celestino III.

Aun no había terminado el castillo de Alarcos ni la muralla que lo cercaba, cuando envió a las tropas del arzobispo de Toledo, Martín López de Pisuerga, a reconquistar tierras musulmanas de la mano de numerosos nobles caballeros, soldados y otros tantos de la Orden de Calatrava. El obispo entró en las taifas de Córdoba, Jaén, y saqueó las inmediaciones de Sevilla de riquezas, vacas, ganado y jumentos haciendo más de trescientos cautivos. Esta ostentación de fuerza enfureció al califa.

Las fuerzas musulmanas estaban formadas por almohades, andaluces, árabes, guzz, los conocidos como voluntarios de la fe y un grupo de renegados cristianos. Los árabes representaban el contingente más poderoso del ejército musulmán después de los almohades, y los beduinos tenían una fuerte organización tribal y combatían con la técnica del tornafuye, que consistía en atacar con ímpetu y, antes de llegar al contacto con el adversario, volver grupas y aparentar retirarse. Esto envalentonaba al enemigo, que emprendía la persecución. Tras un recorrido, los beduinos daban la vuelta y se encaraban contra sus perseguidores lanzando dardos, flechas, jabalinas y azagayas y emprendiendo de nuevo la retirada. Los guzz eran guerreros turcos o kurdos especializados en tirar con arco a caballo, y los voluntarios eran los más fervorosos. Estos últimos procedían del norte de Marruecos, y dedicaban su vida a la oración y a combatir a los enemigos de su religión. Ocupaban el segundo puesto entre las tropas como exploradores, y eran enviados a los puestos fronterizos.

El califa Abu Yagub Yusuf al-Mansur reunió en Sevilla un ejército de trescientos mil hombres y avanzó hasta Córdoba, donde se unieron a él las tropas del conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro el Castellano, quien había rehusado dar vasallaje a su primo Alfonso VIII.

El califa dejó a su hermano Abú Yahya como gobernador de Al-Andalus y cruzó Despeñaperros. Sus tropas llegaron al castillo de Salvatierra, a pocos kilómetros del municipio de Calzada de Calatrava, y avanzaron hasta el castillo de Calatrava (en el término municipal de Aldea del Rey y a pocos kilómetros de Almagro, que pertenecía a la orden militar de Calatrava). Un destacamento calatravo junto a caballeros de fortalezas cercanas se enfrentó a las tropas musulmanas, y fueron casi exterminados.

Alfonso VIII, preocupado por los acontecimientos, se apresuró a reunir todas las tropas posibles en Toledo y marchó hacia la fortaleza de Alarcos a pesar de estar en construcción, ya que esta se encontraba en los lindes de sus posesiones y en la frontera con Al-Ándalus. Acudieron en su ayuda los reyes de Navarra, Aragón y León, pero debido a una excesiva confianza en sus huestes, Alfonso VIII no esperó a este último que se encontraba ya en tierras de Talavera, y retó al califa a presentar batalla el día 17 de julio. Yusuf II, más prudente, no aceptó la fecha y prefirió esperar la llegada del resto de sus fuerzas.

Así aguardó la madrugada del 19 de julio para formar en la colina conocida como La cabeza, a dos tiros de flecha de Alarcos, como narran Las crónicas árabes de Rawd Al-Quirtas y de Bayan  Al-Mugrig, así como las crónicas cristianas del arzobispo Ximénez de Rada, la Primera crónica general, la latina de los Reyes de Castilla y las de Calatrava, Rades y Andrada.

En estas memorias se narra cómo unos diez mil caballeros leales al rey juraron que no huirían hasta que no quedase hombre con vida, y para ellos la batalla llegó a convertirse en matanza.

Los cristianos estaban al mando de don Diego López de Haro, senescal de Castilla y señor de Vizcaya, y de sus destacamentos. En segunda línea se encontraba el rey con su caballería e infantería. El ejército del monarca cristiano también estaba compuesto por los condes de Lara, sus yernos (que llegaron un día después de la batalla), Ordoño García de Roda y sus hermanos; Pedro Rodríguez de Guzmán y su yerno Rodrigo Sánchez, los obispos de Ávila y Segovia, el obispo de Sigüenza y el conde Pedro, señor de Molina. También habían sido convocados los distintos concejos o municipios, entre los que destacó el extremeño Sancho Jiménez.

Las tropas de las órdenes militares eran disciplinadas y conocían bien las tácticas musulmanas y las fronteras, por lo que generalmente eran situados en las posiciones más arriesgadas. Los más valerosos eran los Templarios y los Caballeros Hospitalarios en Tierra Santa, que elegían ocupar la vanguardia y retaguardia en las contiendas.

En la batalla de Alarcos participaron las huestes del maestre de Calatrava Nuño Pérez de Quiñónez, del maestre de Santiago Gonzalo Rodríguez, y las del maestre de la orden portuguesa de Évora, Gonzalo Viegas. Las milicias religiosas asumieron el mando de la orden que mayor número de guerreros aportase, que en este caso era la orden de Calatrava.

La tres primeras cargas de la caballería pesada de López de Haro fueron desordenadas pero de gran fuerza, e hicieron retroceder a los almohades colina arriba al lugar donde habían formado antes de la batalla, causando numerosas bajas y la muerte del visir. Y es que, a pesar de ser inferiores en número, las tropas del rey estaban mejor armadas.

Sin embargo, después de tres horas de batalla, el calor y el cansancio comenzaron a hacer mella en la caballería cristiana. Fue entonces cuando el califa hizo aparecer el resto de su ejército, que se reagrupó cerrando la salida a la caballería cristiana. La descansada caballería ligera almohade se posicionó en los flancos enemigos y atacó por la retaguardia cerrando el cerco.

De esta forma, la caballería pesada cristiana tuvo serios problemas para maniobrar en un reducido espacio repleto de cadáveres. Los musulmanes utilizaron la táctica de rápidas ofensivas para causar el mayor número de bajas, seguidas de retiradas hasta sus líneas antes de que el enemigo reaccionase a los ataques. A pesar de su juramento, los cristianos no tuvieron más remedio que huir desordenadamente hacia donde pudieron. Al imprudente rey Alfonso VIII tuvieron que sacarlo de la batalla a la fuerza entre algunos nobles, ya que prefería morir en combate antes que retroceder. Lo pusieron a salvo mediante una estratagema: entraron con él en el castillo, pero lo sacaron por otra puerta emprendiendo camino hacia Toledo.

El ejército de reserva cristiano fue testigo privilegiado de la suerte de sus compañeros. Envalentonados por su victoria, los musulmanes lanzaron algunas unidades de caballería sobre este. Ante el ataque, las tropas de reserva entraron en pánico e intentaron refugiarse en el castillo todos al mismo tiempo; produciendo un cuello de botella en la puerta que facilitó el trabajo a los almohades. Consiguieron entrar unos cinco mil hombres, pero al estar sitiados no podrían recibir víveres ni agua. Diego López de Haro también se había refugiado en el inacabado castillo, y decidió negociar la rendición de la fortaleza: su libertad y la de sus hombres más allegados a cambio de doce caballeros para pedir por ellos rescate económico. Los vencedores entraron en la fortaleza de Alarcos quemando las puertas pensando que el rey estaba dentro. Se apoderaron de armas, provisiones, riquezas, caballos y ganado, secuestraron mujeres y niños y mataron a todos los que intentaron defenderse.

Entre los castellanos más notables que murieron en batalla estaban los obispos de Ávila, Segovia y Sigüenza, así como numerosos caballeros de renombre. Las pérdidas fueron muy numerosas. Los vencedores se hicieron con otras fortalezas y con las tierras de la Orden de Calatrava hasta llegar casi a Toledo, lugar donde se refugiaron los supervivientes de la batalla.

Yusuf II regresó a Sevilla para restablecer las bajas de su mermado ejército. En los años siguientes sus tropas devastaron Extremadura, el valle del Tajo y La Mancha.

El rey Alfonso IX de León se enfureció con Alfonso VIII de Castilla por no haber esperado su llegada antes de iniciar la batalla de Alarcos, y Pedro Fernández de Castro el Castellano se convirtió en vasallo y Mayordomo Mayor del rey de León, quien a su vez negoció varios pactos con el califa almohade.

Yusuf II abandonó sus asuntos en Al-Andalus y regresó enfermo al norte de África donde falleció. El nuevo califa, Muhammed Al-Nasir, intentó frenar un nuevo avance cristiano sobre Al-Andalus, pero la Reconquista había tomado un nuevo rumbo a partir de la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212.

En el cerro de Alarcos hoy queda la ermita como testigo de la época. Las excavaciones arqueológicas que se vienen desarrollando desde 1984 han sacado a la luz gran parte de la muralla medieval y una fosa común con restos de la batalla.

Si alguien desea saber más sobre esta batalla, no tiene más que subir al cerro de Alarcos y preguntar a Ceferino Bravo Pradas, guardián de la ermita de la Virgen de Alarcos, que prefirió cambiar su armadura y afilada espada por simpatía y un derroche de historias que compartir. Gran muchacho. Para él va esta cita anónima: “En la batalla se conoce al soldado; pero en la victoria se conoce al caballero”. Un abrazo, compañero.



Fuentes: Wikipedia, Ayuntamiento de Ciudad Real, Blog Las últimas águilas negras, Ciudad Real Monumental, Biblioteca.cisde.es.

Foto: laguia2000.com




lunes, 8 de diciembre de 2014

CONTANDO HISTORIAS EN UN PAÑO


CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
08/12/2014
Por Eva Martínez Cabañas






Los tapices que encontramos en los museos son lienzos en los que se han sustituido las pinturas al óleo por hilaturas. Labores de telar cargadas de paciencia, arte, imaginación, y un puñado de pequeños relatos que coinciden en un único paño. Son precisas alegorías de dos dimensiones que nos narran con detalle ciertos sucesos históricos; su fragilidad ha escapado inexplicablemente a la corrosión que imprimen los siglos, y así nuestros ojos no pueden menos que sorprenderse ante estas gruesas telas expuestas en la pared.

Antiguamente servían para abrigar los muros de los castillos, con el tiempo fueron ornamentándose con fines decorativos, e incluso maestros como Rubens o Rafael se permitieron plasmar sus obras en ellos.

Muchas de estas tapicerías suelen mostrarnos cruentas batallas de hombres, armas y bestias. Cada cual ocupando su lugar, como piezas estratégicas en un juego de mesa en el que gana el bando del señor que encargó la labor. Toda una guerra bordada en sedas y algodón… Y así, los estáticos inquilinos de hilo se encuentran organizados por clases. Señores, caballeros, equinos, escuderos, lanceros, las naves que arriban... Todo tan proyectado que nos da casi pena el revuelo que espadas entrecruzadas, caballos derribados y salpicaduras de guerra que también se bordaron con emoción.

Pero si miramos el continente, descubrimos con los ojos de ver las mitades invisibles, como diría Juan Carlos Ortega, los pasos dados entre el momento en que se adquirió la tela hasta la inauguración de su colgadura. Enchufo mi imaginación y observo a un grupo de personas creando patrones de papel, trasladándolos al lienzo a través de puntos de carboncillo, jugando con la perspectiva y el color, escuchando los relatos de la batalla en la que no estuvieron, y confeccionando con grandes telares y mayor paciencia un preciso relato con el que engalanar el castillo y el orgullo local.

La escritora y activista por los derechos humanos Maya Angelou dijo en cierta ocasión: “Todos debemos saber que la diversidad contribuye a un exquisito tapiz y debemos comprender que todos los hilos del tapiz tienen el mismo valor sin importar el color”.

Rebusco curiosidades en mi personal caja de tapices históricos y me encuentro con el de Bayeux, en Normandía: una preciosa pieza del siglo XI que es considerada la obra textil más importante del mundo medieval.

Nos muestra una recreación de la Batalla de Hastings, donde el rey Eduardo de Inglaterra, que no tenía hijos, envió a su cuñado Harold a Francia para entregar la corona de sucesión a su primo Guillermo. A su regreso a Inglaterra, Harold se queda para sí la corona, Eduardo muere de un flechazo, y Guillermo organiza una armada para dar muerte al traidor y a sus tropas.

El asombroso tapiz cuenta esta historia de ambición y venganza mediante el bordado de más de 600 personas, 190 caballos y mulas, 35 perros, 500 animales de todo tipo y más de 100 árboles, edificios y barcos. ¡Han leído bien!

No sabemos de su autor o autores, aunque la tradición francesa lo atribuye a la reina Matilde, esposa de Guillermo el Conquistador, y a las doncellas de esta. Sin embargo, una hipótesis menos romántica y mejor documentada dice que fue un encargo del arzobispo de Bayeux, también conde de Odón y hermanastro de Guillermo. Con él pretendía celebrar la consagración de su nueva catedral. Además el reverendísimo señor aparece bordado reiteradas veces en el tapiz con cierto protagonismo.

También me vienen a la cabeza los tapices de la Colegiata de Pastrana, en Guadalajara. Se trata de una serie de 6 tapices flamencos del siglo XV que narran la conquista del norte de África por el rey Alfonso V de Portugal y su hijo. Los encargó el propio rey a un prestigioso taller flamenco que los confeccionó en lana y seda. Cuatro de los tapices miden 11x4 m. aproximadamente y todos cuentan con gran valor histórico. En su parte superior unas larguísimas leyendas nos explican las escenas, a excepción de uno de ellos, que perdió esta parte.

Una réplica de estos tapices se encuentra en un precioso palacio fortificado de chimeneas cilíndricas conocido como de los duques de Bragança. Está ubicado en la ciudad de Guimarães, en Portugal. ¿Has visto los originales? ¿Cómo son? –me preguntó emocionada la guía turística-. Son iguales pero más viejos –le respondí distraída-. Vaya una respuesta… pero es la verdad…

En último lugar me gustaría hacer mención a una obra artística mucho más actual conocida como tapiz de Coruscant. Es un bordado colectivo ideado por el diseñador e ilustrador londinense Aled Lewis e inspirado en los antiguos tapices medievales. El artista reunió a amigos y familiares para reconstruir personajes y escenas de la saga “La guerra de las galaxias” a base de hilo y aguja. Todo ello en un lienzo de 9 m. y bordado en sencillo y elegante punto de cruz.

Por si fuera poco, el borde de la labor recrea citas de las películas escritas en alfabeto Aurebesh, un idioma galáctico de uso común en la saga que por lo visto puede escribirse de izquierda a derecha y de arriba abajo. El tapiz está valorado en 20.000 dólares y se exhibe en una galería de arte de Los Ángeles llamada Gallery 1988.

Y es que tanto las palabras como las imágenes son magníficas herramientas para crear mundos y contar historias. En cierta ocasión, la escritora Isabel Allende resumió muy bien esta idea al afirmar que “Escribir una novela es como bordar una tapicería con hilos de muchos colores: es un trabajo artesanal de cuidado y disciplina”. Así pues, bordemos con palabras y escribamos con hilos… Hay muchas maneras de hacer las cosas…


Fuentes: Blog Arel-Arte, Wikipedia, El universo.com, El dínamo cultpop, Blog Pessoas en Madrid, Mi nube.

Foto: carmenga31.blogspot.com

lunes, 1 de diciembre de 2014

CIUDAD REAL CÉLEBRE: LA PUERTA DE TOLEDO


CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
01/12/2014
Por Eva Martínez Cabañas






En una lámina de piedra colocada en el matacán sur de la Puerta de Toledo reza una inscripción latina cuya traducción es:

“Señor, te rogamos visites este lugar y apartes de él todas las acechanzas del enemigo. Que tus santos ángeles guarden la paz de sus habitantes, y que tu bendición sea siempre con nosotros. Sálvanos, Dios todopoderoso, y concédenos tu luz. Por nuestro señor Jesucristo, tu hijo. Hecho en la era de 1366. Reinando el ilustre rey don Alfonso”.

Y así, los ángeles del cielo hacen guardia en la puerta, librándonos de peligros y acechos desde hace casi siete siglos. Es mucho el trabajo que tienen, ya que la protectora muralla se vino abajo por falta de reparación, tornándose invisible como los ángeles.

Señoras y señores, dice un aforismo popular: “Hay que cuidar el instrumento, pues el concierto es muy largo”, y creo que se trata de un importante aprendizaje para sustituir el popular “Que lo haga otro”.

Hoy en día nuestra joya sin cadena es símbolo de la ciudad. Está declarada Monumento Nacional desde 1915 y aparece en el escudo de Ciudad Real junto al llamado arco del Torreón, del que hablaremos en otra ocasión, si así les place.

La puerta de Toledo fue construida en el Camino Real que comunicaba las ciudades de Toledo y Sevilla, y su principal objetivo era defender la ciudad del asalto de calatravos y almohades.

El monumento está formado por dos sólidos torreones de planta rectangular y dos arcos muy perfilados y peraltados. Este término arquitectónico viene a decir que la curva del arco está levantada mucho más de lo que corresponde al semicírculo.

Destaca en la puerta un escudo de piedra colocado en el matacán de su cara norte, una plataforma con orificios situado en la parte alta que se utiliza en las fortificaciones para observar y atacar al enemigo. A través de estos agujeros les lanzaban piedras, proyectiles y todo tipo de objetos. También sobresale una inscripción en el matacán de la cara sur, así como unas pequeñas columnas colocadas en los arcos externos.

Dentro de la puerta encontramos el portazgo, cuya función era cobrar peaje a las personas, animales o mercancías que entraban a la ciudad. Así encontramos una pequeña puerta que conducía al rastrillo, que era el vano enrejado que cerraba a cal y canto castillos y otros baluartes.

En los pasados años el Ayuntamiento de Ciudad Real inició el proyecto de restauración y ordenación del entorno del monumento. La obra fue financiada por la Fundación Cajamadrid, y su equipo contó con la ayuda de dos restauradores especialistas en arquitectura medieval: Carlos Clemente e Ildefonso Ramírez. Tras dos años de estudios previos, se ha ido restaurando el monumento, eliminando los efectos de la contaminación provocada por el tráfico y patologías e intervenciones poco afortunadas en la piedra. También se ha reordenado el tráfico circundante, se ha adecuado el entorno inmediato y se ha dejado la puerta a su altura original, recuperando el camino a Toledo que apareció al descubrir los cimientos. En la restauración también se han eliminado humedades, se ha instalado una cubierta ventilada con drenaje y… se han descubierto valiosos hallazgos arqueológicos.

En las dos claves de las bóvedas se han encontrado cuatro bustos de finos rasgos que la contaminación y humedad habían escondido de nuestras miradas, así como restos de enlucido y de dibujos en azul cobalto del despiece de la sillería. También se ha podido comprobar que la puerta contaba con una planta superior abovedada que hoy está desaparecida. Esta bóveda albergó la maquinaria del rastrillo y el cuerpo de guardia hasta principios del siglo XIX. Tras los importantes hallazgos, Idelfonso Ramírez opinó que la puerta de Toledo es un monumento con más valor de lo que pensábamos, y que es “ex novo” (nuevo) en sí, con una arquitectura pura y limpia, dentro del gótico, que ayudará a entender a otro tipo de puertas.

Aunque todavía se están estudiando las caras encontradas, los expertos las han datado en época de Alfonso X el Sabio. De esta forma se hace evidente que el monumento no fue construido en el siglo XIV, tal y como creíamos, sino que pertenece a la primera mitad del siglo XIII.

Con el descubrimiento surgió la teoría de que, al menos, una de las caras pertenecía al monarca fundador, y que las otras tres podrían ser del infante Fernando de la Cerda, que murió en Villa Real en 1275 con unos cinco años de edad. Sin embargo, los cuatro rostros son de adulto. Según la opinión de Ramírez, las caras no pueden ser sino del rey fundador, quien no hubiese consentido en que nadie le robara protagonismo en tan importante monumento.

Dos de los rostros están tocados con las coronas del reino de Castilla y los otros dos con la del Sacro Imperio, ya que el rey fundador fue uno de los principales aspirantes a ser nombrado emperador, ya que era miembro de la familia alemana. Sin embargo no consiguió el ansiado título.

Según los arqueólogos, el monumento se levantó con arquitectura visigoda para dejar constancia de que el territorio había sido reconquistado a los árabes y haciendo referencia al antiguo imperio visigodo, al que el monarca aspiraba gobernar. En cuanto a la inscripción de Alfonso XI en la parte inferior del monumento, el experto añade que se trata de un añadido posterior del siglo XIV.

Ramírez también señala que los sillares de cantería provienen de Alarcos, y que esta utilización de las piedras del primer emplazamiento de la ciudad no se llevó a cabo por cuestiones económicas, sino con la clara intención de trasladar la capitalidad de Alarcos a Pozo (o Pozuelo) Seco de Don Gil, ya que tanto la cruenta batalla que se libró en el cerro como la excesiva altura en la que se encontraba el municipio facilitaron el declive del mismo.

El caso es que con esta meticulosa restauración ha pasado lo mismo que cuando hacemos limpieza en el desván y encontramos verdaderos tesoros olvidados. Estas reliquias nos ayudan a reconstruir nuestra historia y la de nuestros ancestros. Y así, perfilamos lo sucedido en otros tiempos y cambiamos posibles errores. Pues ya decía el filósofo y escritor Jean-Paul Sartre: “Incluso el pasado pude modificarse; los historiadores no paran de demostrarlo”.



Fuentes: Ciudad-Real.es, Ciudad Real Monumental, El Crisol de Ciudad Real, Wikipedia, ABC, Mi Ciudad Real.es.