CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
09/11/2015
Por Eva Martínez Cabañas
Sabes que he muerto de fiebre en los médanos de Singapur, y aun así te he visto esperar mi regreso sentado en ese cuarto que atesora nuestros juguetes, la fábrica de esperanza y algunos inventos olvidados que sin duda fueron de gran importancia en nuestras vidas.
Solo porque es mediodía, solo porque te echo de menos, y solo porque estoy solo, te escribo esta carta anunciándote mi regreso. Como en otras ocasiones llegaré con algún cachivache bajo el brazo y sin armar jaleo, que ya estamos viejos para espectáculos y apariciones que puedan escandalizar en el pueblo.
Espera lo inesperado, pues pretendo entregarte unos pergaminos en forma de elucidario donde se hilvana la historia de tu estirpe. En ellos se esconde la luz de los acontecimientos, el orden de las cosas y la memoria de tu linaje, pues sospecho que la ciénaga sin límites del tiempo algún día querrá engullirlos.
Su contenido me fue susurrado por el sabio cronista Hermannus Contractus el Cojo, y aunque apenas me queda tinta feérica, por fin puedo decir que están terminados. Por fin… Solo queda el alfabeto en clave, algún epígrafe que deseo rectificar y esta carta que alargo más por el gusto de escuchar mis pensamientos que por aclarar el objeto de mi trabajo.
Sabes que soy viejo como las montañas de Macedonia, cuna de Aristóteles y Alejandro Magno, y que mi lengua materna es tan antigua que precisa de libros traductores salvados de las analfabetas polillas. Así que no pretendas que renuncie a los caracteres sánscritos, pues poseen la mágica facultad de devolverme a mi niñez.
También he de decir que te entrego la sabiduría de mi susurrador aliado en bellos versos cifrados, ya que no existe nemotécnica más hermosa que la poesía. Los versos pares están encriptados con la clave particular del emperador Augusto, y los impares conllevan los jeroglíficos militares de Lacedemonia, que ya sabes amigo que me gustan las cosas bien hechas. Como hilo de Ariadna he incluido un epígrafe en cada secreta estrofa, y vaticino sobre este legajo de pronósticos, que llevará un siglo exacto desgranar la historia que pretendo acomodar en espiral.
Estos pergaminos no solo ordenan el caminar de los tuyos, sino que dejan constancia de lo que vendrá. Son la comprensión de hechos y acontecimientos que cobrarán sentido al cumplirse una centuria. “Es como aquella belleza del cuento que durmió cien años”, me dirás.
Hasta que llegue el momento estas memorias parecerán uno de esos juegos de piezas que se usan para entretener. Pues tú, mejor que nadie, sabes que cada grial necesita un paladín ejercitado para hacer visible el conocimiento que encierra.
Nada has de temer, pues volverás a beber el elixir de la vida como todos. Incluidos los miembros de mi tribu, borrados de la Tierra por sobrepasar los límites del conocimiento humano… O yo mismo, que tras mi muerte fui despojado de mis capacidades como castigo por mi delirante amor a los vivos.
Sin embargo la sanción no me desmerece, pues nuestra amistad es firme y verdadera como las muestras de metal que representan los siete planetas, las fórmulas para el doblado del oro de Moisés y Zósimo, o los apuntes y dibujos de Flamel y su roja piedra de la inmortalidad.
Así pues deseo hacerte entrega de este regalo, que es Fierabrás para el dolor de alma y combina el afecto y discernimiento de este gitano errante.
Has de saber que mi viaje al más allá ha ampliado notablemente mi espectro como descubridor, mas confieso que echo en falta nuestras conversaciones científicas al caer la tarde. Añoro los días en que tus locuras daban sentido a mis inventos, y hasta siento nostalgia de cómo te burlabas de mi corpulencia o de mis manos pequeñas. Todavía gasto mi viejo chaleco verde, pero debo decir que perdí el sombrero de ala de cuervo. Como su ausencia ha sido sustituida por un gorro picudo, sospecho que la nueva adquisición será objeto de tus chanzas.
Por otra parte, este insólito estado existencial ha acabado con mi cúmulo de males atesorados alrededor del mundo. No queda rastro de las enfermedades que adquirí en Persia, Malasia, Alejandría, Japón o Madagascar. Soy un viejo sin cicatrices, pero me queda mi lúgubre tristeza que aflora en la oscuridad cuando todo lo demás se ha consumido.
Quiero que sepas que a veces pienso en los tiempos en que no creías en la honradez de mi tribu ni en mis consejos de hermano. Eran los días en que hacías llorar a Úrsula con tus locos asuntos, y fue por ella que en más de una ocasión traté de frenarte repitiéndote hasta la saciedad “Para eso no sirve…“
Espero que me haya perdonado por llenarte la cabeza de ciencia, pues me viene a la memoria aquella ocasión en que el fuerte olor de nuestro laboratorio le impulsó a llevar a los niños a rezar. Tú amabas la tecnología, los avances, el futuro… Y así debatíamos sobre la alquimia de Theophrastus Von Hoheheim, o sobre los pronósticos de Michel de Nôtre-Dame. Te conmovías con los avances del progreso, y siempre fue esa ilusión por mejorar el mundo la que me arrastró allí donde te empeñabas en levantar castillos imaginarios.
Repaso el día en que me saqué la dentadura postiza que ocultaba mis encías desnudas por el escorbuto. Todos creyeron que tenía poderes sobrenaturales y temblaron como hojas. Tú llegaste a la conclusión de que mis conocimientos habían llegado a extremos intolerables, y tuve que mostrártela a solas. “En el mundo están ocurriendo cosas increíbles”, me decías con los ojos llenos de asombro.
¿Recuerdas aquella vez que desenterraste una armadura medieval gracias a mis fierros imantados? Realmente me divertí con tu extravagancia. Fue el día en que maravillamos a todos atrayendo cubiertos, clavos, cacerolas y coladores. Tú quisiste sacar partido de los fierros y emprender una nueva vida como buscador de tesoros. Siempre se trataba del oro…
Y sonrío al evocar aquel mediodía en que no me conociste, pues estabas preso de la peste insomne. La anécdota me resulta lejana, ya que en mi condición de aparecido los eventos se rigen por diferentes realidades… Todo el pueblo estaba infectado, y me llevó varios días preparar un antídoto para aquellas fiebres nubladoras. Sin embargo he de reconocer que la soledad que me perseguía huyó despavorida con tanto trabajo. Tan agradecido estabas que no pudiste dejar de mencionar aquella carta de Desiderio Erasmo a su médico Paracelso: “Has salvado a Frobenius, que es la mitad de mi vida, del mundo de las sombras”.
Sin embargo sufrí el día que te abrasaste con la enorme lente de los judíos de Ámsterdam; y aun así tu entusiasmo por comprender y compartir me inspiró el mayor de los respetos. Por eso te regalé mi catalejo, te conté el secreto del hielo y compartí contigo mis instrumentos de taumaturgo: sabía que habías nacido para explorador.
Tú a cambio acogías a mi tribu cada primavera, y comprendías mis largas ausencias de trotamundos, mis apariciones de ectoplasma o mis soliloquios interminables.
En el cuarto de tu casa al que pusisteis mi nombre permanece la recopilación demonológica y otros importantes libros y pergaminos cuyos títulos no debo pronunciar, pues el último en leerlos fue el cabalista Isaac el Ciego, y de eso hace ocho siglos. Allí queda custodiada la estera voladora, la lámpara de cobre que concede deseos, y el equipo fotográfico con el que retratamos a todo a aquel que se dejó convencer.
Pongo todo a tu cuidado, pues bien sabes que las cosas tienen vida propia si se les despierta el ánima. No se me ocurre lugar más seguro que ese rincón del mundo al que aún no ha visitado la muerte, pues por nada en el mundo quisiera ver repetida la ignara tragedia de Alejandría.
Quedan también los viejos mapas portugueses de navegación, y otros dibujados del revés que invitan a nuevos puntos de vista. La brújula, el sextante y el astrolabio… dorados como instrumentos de música; y sobre todo nuestra perla de nácar y cristal: el laboratorio de alquimia. Añoro andar entre filtros, embudos, cazuelas, redomas y probetas. Extraño el huevo filosófico que lo encierra todo en sí mismo, y el destilador construido a partir del alambique de María la judía, que también fue inventora del baño María.
Allí donde no llegaba mi conocimiento tú sumabas imaginación, y ahora soy yo quien emplea aquella sentencia que a menudo repetías: “Si no temes a Dios, témele a los metales”.
Así pues, quedas informado de mi próxima visita. Aun debo concluir algún asunto urgente, catalogar una vieja especie abisal y visitar a un familiar apurado pero, como solo me llevará un par de meses, pronto podrás referirme tus últimos proyectos y aventuras.
No me extiendo más, pues cada cosa requiere su precisa medida y su propio tiempo de exposición, y debo confesarte que ya agoté mi último frasco de tinta feérica… Sí, esa que cambia de tonalidad y evoca misteriosos olores.
Así pues recibe un sincero abrazo y esta carta que te haré llegar en el próximo tren con destino a Macondo.
Con consideración y estima,
Melquíades
Foto: libreriodelaplata.com
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