PENSAMIENTOS Y PAMPLINAS
EL BUZÓN DE MI
CASA
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No consigo reconciliarme con el
buzón de mi casa. Un malestar suave e inventado se me cuela por alguna rendija
cada vez que me acerco a él armada con apenas una llavecilla plateada. Como
Gary Cooper. Sola. Dispuesta de desvelar sus íntimos secretos de papel, que sin
embargo llevan mi nombre.
Por supuesto nunca podría llegar a considerarlo
peligroso o a declararlo enemigo. Tan solo es una boquita de chapa dorada que
se pierde entre los buzones de mis vecinos. Como un ladrillo más en una pared
metálica. Como un nicho más en el cementerio de mi vecindad.
Algunos miembros de mi comunidad
también se quejan de sus buzones. Y siempre por razones obvias. Cuando llueve
de lado -algo que sucede gracias a la lluvia, el viento y al señor que diseñó
el tejadillo que resguarda nuestra correspondencia de los azares meteorológicos-,
los buzones más expuestos se mojan. Sencillamente se llenan de agua. Documentos
calados, papeles con agua, letras borrosas en sobres blandos… Terrible
sensación. Mis cartas solo llegan a estar húmedas los días de lluvia gracias a
la ubicación privilegiada de mi receptáculo de latón: el centro del muro. Pero
aún así, no me gusta mi buzón.
Lleva mis apellidos. Como un hijo de
hojalata… Sin corazón propio, como aquél del cuento. También lleva un número
por estar preso en la cárcel comunitaria de buzones delincuentes. El 66, para
ser más exactos.
Cuando introduces la llave, la chapa
endeble de la puertecilla se atasca como digna portera de película que no acaba
de jubilarse y sus filos cortantes alguna vez se han defendido de mi terco
gesto de introducir mi mano en sus fauces.
También tengo que deciros que en el
fondo de su boca negra de microcueva el polvo me hace soplarle en las entrañas
y que, al abrirlo, siempre espero que salte algún inesperado insecto de su
interior, basándome en la experiencia.
A estas alturas ya debéis pensar que
para mí es terrorífico acercarme al buzón de mi casa, pero no es así. A pesar
de que no me gusta su aspecto ni la sensación que me produce abrir su cerradura
de juguete, mi triste buzón no es más que eso: un buzón sin glamour.
Lo que de verdad me deja un regusto
triste en la boca es su contenido. Esas cartas del banco, esos recibos del gas,
la luz y otros varios que siempre me parecen elevados. Avisos de certificados
que no te encontraron en tu domicilio a las 11:35 de la mañana -¿Cómo? ¿Acaso
no sabe el cartero que yo también trabajo?-. Tampoco me gusta esa propaganda
cutre que nunca es de mi interés… ¡Puaj! Hala… a reciclar papel. ¿Dónde quedan
aquellas postales de navidad que regalaban paisajes nevados de purpurina? ¿Por
qué nadie me escribe cartas de amor? ¿Acaso solo Julieta las merece por su
triste historia en la cripta del amor? ¿Dónde están aquellas comunicaciones
urgentes que me prometían un apartamento en la playa al haber sido
seleccionada? ¡Me gustaban tanto! ¿Y las postales? ¿Es que nadie se acuerda de
ellas cuando viaja?
¡Arriba el Facebook, el Twitter y las
cuentas de correo electrónico! ¡Esos buzones sí que me gustan! Notas de amigos,
fotos, convocatorias, chistes, enlaces, denuncias sociales, peticiones de ayuda
y amistad a raudales. La red de buzones. En fin, el buzón de mi casa es
decepcionante. Por eso no bajo a abrirlo a diario. Por eso solo me acerco a él
cuando saco la basura. Por eso no consigo una reconciliación a pesar del esfuerzo.
Tendrá que ser así.
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