jueves, 5 de junio de 2014

LÚCIDO, PENDENCIERO Y POLVO ENAMORADO


CIUDAD REAL DIGITAL
Barricada Cultural
19/05/2014
Por Eva Martínez Cabañas





El calambur más famoso de la historia de la lengua española se atribuye a Francisco de Quevedo, quien llamó coja a la mismísima reina Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV. Dicen que a la reina le enojaban mucho las bromas sobre su discreta cojera, así que tras apostar el pago de una cena, Quevedo, que tenía valor para dar y regalar, se hizo con dos ramos de flores y abordó a “su dama” en la plaza pública donde esta se hallaba. Con una cortés reverencia, le ofreció sus dádivas diciendo: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”. Pero nada dice la historia de si la reina le estampó las flores en la cabeza o, por el contrario, toleró la broma. Por cierto, un calambur es un juego de palabras en el que se modifica el significado de una frase agrupando sus sílabas de distinta forma: Su majestad escoja, su majestad es coja. Plátano es, plata no es...

En cuanto a Quevedo, hemos de decir que su ingenio era ácido, su mente rápida y lúcida, y su lengua afilada como una espada. Tuvo una vida bastante agitada: fue espía, cortesano y confidente, y esto provocó su encarcelamiento en varias ocasiones.

La primera biografía de Quevedo, escrita por el abad Pablo Antonio de Tarsia en el siglo XVII, es una amalgama de hechos reales y leyendas escritos en un lenguaje difícil de seguir. En sus preliminares, Felipe Pedraza nos deja estas bellas palabras: “Se proyectó hacia el exterior como personaje, se instaló en su doble máscara y a través de ella ha vivido durante siglos. Quevedo, hombre de Dios, filósofo estoico, y Quevedo, hombre del diablo, criatura desvergonzada, han aparecido en poemas líricos y narrativos, en comedias, en dramas históricos, en novelones de capa y espada... desde el siglo XVII a nuestros días. Los autores han llegado a él, como la mariposa del tópico petrarquista, atraídos por las luces y las sombras del personaje, por la máscara de Jano que él mismo forjó con su palabra”.

Y es que érase una vez un caballero llamado Francisco, que nació en Madrid en 1580 y falleció en Villanueva de los Infantes, Ciudad Real, en 1645, a los sesenta y cinco años de edad. Y entre ambas fechas le dio tiempo a ser el escritor y poeta más ingenioso que ha dado nuestro Siglo de Oro español.

Su infancia trascurrió entre la villa y la corte, ya que su madre, María de Santibáñez Cevallos, era dama de la reina, y su padre, Pedro Gómez de Quevedo Villegas, era el secretario de María de Austria, hermana del rey Felipe II.

Estudió teología en la Universidad de Alcalá y en la de Valladolid, y es en esta última ciudad donde conoció a Pablo Rubens, Miguel de Cervantes y al cordobés Luis de Góngora, su gran rival en las letras y enemigo declarado ante todos. Quevedo lo provocaba escribiendo parodias e incisivos poemas sobre él, y labrándose así la fama a su costa; y ambos poetas se retaron y atacaron durante toda la vida hasta la muerte del cisne andaluz. En contrapartida, Quevedo contó con la amistad de otro grande de la literatura: Félix Lope de Vega.

Cuando la corte se instaló en Madrid, Quevedo continuó allí sus estudios, y conoció al duque de Osuna, a quien acompañó como secretario de estado a Venencia, y allí llevó a cabo trabajos de espionaje para la corona de Felipe III. Se cuenta que alguien lo delató y tuvo que huir precipitadamente hacia Nápoles vestido de pobre con andrajos, salvando la vida gracias a su conocimiento del italiano y del dialecto veneciano.

De regreso a España fue recompensado con el hábito de Caballero de la Orden de Santiago, que luce en el retrato de Velázquez. Sin embargo, el duque de Osuna fue acusado de haber organizado la conjura diplomática de Venecia y, tras su caída, Quevedo fue desterrado a su casa de Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, un señorío que había comprado su madre.

Como anécdota, hay que decir que la villa no reconocía la compra de la casa, y Quevedo tuvo que pleitear interminablemente con el concejo. La disputa se resolvió a su favor tras su muerte, y la casa pasó a ser propiedad de su sobrino. Aún así, Quevedo siempre se refirió a Torre de Juan Abad con cariño, llamándola en sus cartas mi aldea. Y escribe: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.

Tras la muerte de Felipe III el joven Felipe IV fue entronado, y esto supuso para Quevedo el levantamiento del castigo y su vuelta a la política. Quevedo acompañó al rey en viajes a Andalucía y Aragón, y su participación en la política le proporcionó un sin fin de sinsabores, persecuciones y dos nuevos encarcelamientos.

Debido a su apoyo a favor de Santiago como patrón de España (la otra candidata era Santa Teresa), intrigas palaciegas (apareció bajo la servilleta del rey un texto que lo difamaba y se atribuyó a Quevedo) y la aparición de varios libelos destinados a acabar con él (libelo es una memoria judicial presentada ante un magistrado), Quevedo fue detenido. Se confiscaron sus papeles y libros y, sin dejar que apenas se vistiese, fue detenido y encerrado en una minúscula celda del gélido convento de San Marcos, en León.

Cuando le regresaron su libertad, tenía la salud tan quebrada, que decide retirarse de nuevo a su casa de Torre de Juan Abad. Pero, como la pequeña población no contaba con médico ni botica, el poeta es trasladado a la cercana Villanueva de los Infantes, donde su amigo el humanista Bartolomé Ximénez Patón le proporciona todo tipo de cuidados. Sin embargo, empeora tanto que deciden trasladarlo al convento de Santo Domingo, en la misma localidad. Allí falleció Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Señor de Torre de Juan Abad.

Quevedo llevó una vida desordenada. Frecuentaba las tabernas (Góngora escribió un poema satírico titulado Francisco de “Quebebo”) y visitaba con frecuencia los lupanares y a sus trabajadoras. Así mismo, vivió en mancebía con una señora de apellido Ledesma, se vio obligado a casarse con la viuda Esperanza de Mendoza (el matrimonio duró apenas tres meses) y amó a Lisi (Luisita de la Cerda de la casa de Medinaceli), que fue su amor imposible. Que ya lo dijo él mismo... Serán ceniza, mas tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado.

Y escribió, escribió y escribió... tanto en libertad como en cautividad, cultivando los géneros literarios de su época y sobresaliendo en poesía, sonetos satíricos y burlescos, letrillas, romances, teatro, prosa, tratados políticos, cartas, obras acéticas, filosóficas, morales, y en novela picaresca.

Decidió denunciar a la Inquisición el mal uso de sus obras, ya que los libreros imprimían sus sátiras y poemas burlescos sin consentimiento y sacaban gran beneficio de ellos. Quevedo quiso asustarlos y preparó el camino a una edición definitiva de sus producción literaria, pero lamentablemente no llegó a ejecutarla. Tras su muerte, sus obras fueron mal recogidas y editadas por un humanista que no tuvo reparos en retocar sus textos; y más tarde, su sobrino y heredero editó de nuevo su legado en una edición peor que la primera.

A Quevedo le gustaba escandalizar, saltarse las normas, reír, vivir, ser grosero, provocar, crear, disfrutar, intrigar, exhibir su ingenio, vengarse, y destacar. Así que no tuvo reparo en protagonizar multitud de anécdotas que todavía nos provocan la risa. Estas son algunas de ellas:

En una ocasión, le pidieron a Quevedo que improvisara una cuarteta en la que utilizase la palabra “lápiz” (que es una de las pocas palabras que carecen de rima consonante), a lo que Quevedo contestó: “Al escribir con mi lápiz / he cometido un desliz. / Resulta que he escrito tápiz, / en vez de escribir tapiz”.

Y cuentan que debido a la falta de medidas de higiene, en el siglo XVII la gente orinaba habitualmente en rincones y portales de casas. Como medida disuasoria y de respeto, algunos vecinos colocaban hornacinas con santos y vírgenes en la puerta de su casa. Quevedo orinaba siempre en el mismo lugar: el portalón de acceso a su casa, por lo que los dueños del inmueble decidieron colocar una cruz. Como el literato continuó con su costumbre, añadieron un cartel que decía: “Donde se ponen cruces, no se mea”. Así que Quevedo escribió debajo: “Donde se mea, no se ponen cruces”.

Tenía un problema en el pie que le hacía cojear ligeramente. Un día, el rey Felipe IV le pidió que improvisara algún verso, y Quevedo le solicitó que eligiera el tema diciéndole: dadme pie majestad. Como el monarca quiso hacerse el gracioso, alargó una pierna en alusión a la cojera del poeta, a lo que Quevedo contestó: “Paréceme, gran señor, / que estando en esta postura, / yo parezco el herrador / y vos la cabalgadura”.

También dicen que Quevedo y el rey iban subiendo unas escaleras cuando el poeta se paró a componerse el calzado. Entonces, el rey le propinó una palmada en las nalgas para que continuase su camino y Quevedo se tiró un sonoro pedo. Ante las protestas del rey, este le contestó: “¡A qué puerta llamara vuestra alteza que no le respondieran!”.

Un aprendiz poeta se empeñó en leerle algunos de sus sonetos al afamado Quevedo. Al terminar la lectura del primero, el maestro afirmó: “el siguiente será mejor”. A la pregunta de “¿cómo podéis saberlo, si aún no lo he leído?” Quevedo contestó: “sencillamente, amigo mío, porque es imposible que sea peor que el que acabáis de leerme”.

Por cierto, os recomiendo Una pequeña colección de chistes de Quevedo, de María del Mar Jiménez Montalvo. Se trata de una divertida colección de anécdotas recogidas de la tradición oral de Terrinches (Ciudad Real).



Fuentes: Fundación Francisco de Quevedo, Biografías y Vidas, Wikipedia, Desequilibrios, El blues del pepinillo, El espejo de la entrada, revista Ábrete, libro y María del Mar Jiménez Montalvo.



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